Recital en el PRI Estatal

miércoles, 28 de octubre de 2009

Hoy fuí a un evento al PRI Estatal y escuché a la Orquesta de la escuela "Abraham Castellanos", que bonito estuvo.

Fíjense que me dio mucho gusto ver a los papás ahí, apoyando a los hijos. El auditorio estaba, además, lleno. Un PRI alegre, vivo.

Estaba ahí un compañero, que de chiquitos estuvimos juntos en la Orquesta Típica Infantil de la Escuela Normal Veracruzana. Yo estuve en la Orquesta Infantil, tocaba la mandolina y también estuve en el Conservatorio, nada más que, finalmente, me gustó más el deporte y por eso terminaba yéndome a la alberca de ahí mismo, de la Escuela Normal Veracruzana.

Pero ahí estaba Luis, que fué mi compañero en la Orquesta Infantil cuando éramos niños (hace ya algunos añitos, ¿verdad?).Él tocaba el bajo o el contrabajo, y ahora lo veo, que es él quien dirige la orquesta y le dije: "gracias por estar haciendo de la formación de los hijos una formación integral".

A los papás, que hay que reconocerles el esfuerzo de todos los días, no solamente porque vayan a la escuela, sino porque además tengan su instrumento, vayan a las clases de música, puedan ir a las participaciones, como ésta. Ahí conocí, además, a Jaime Pasquel.

Jaime Pasquel es un hombre que es cuentista me dijo: o sea, escribe cuentos y los narra. Me regaló un cuento, gracias. Se llama "Señor Dios, enséñeme a ser un anciano".Yo ya lo leí y la verdad es que, lo termina uno de leer y también se queda una gran enseñanza. Gracias a la escuela "Abraham Castellanos" por lo que está haciendo en la educación de los hijos.

"Señor Dios, enséñeme a ser un anciano"

Por Jaime Pasquel

Si, mi Señor, una de esas mañanas frías
descubrí con sorpresa que ya soy viejo. Fue
un chiquillo, de esos que venden periódico
en las calles. Tendiéndome desde lejos el
Diario, me gritó: ¿Diario, abuelo?

Por si acaso, disimuladamente, miré de

reojo a derecha e izquierda... No, no había

nadie más que yo. Decidí entonces asumir
el impacto en toda su cruda realidad. Decidí
aceptar en ese instante, lúcida y
responsablemente, el ciclo total de mi
destino biológico.

Me senté despacio en una banca

desierta, junto a un arbusto de rosales que
están de cara a la fuente del parque, donde
salpican los gorriones, ¿Vio? Los codos en
las rodillas y la cabellera canosa entre las
manos; así, mi Señor, como he visto tantas
veces a los abuelos cansados de la vida
recobrar aliento para continuar su pausada
marcha mientras que mil recuerdos grises se
escurren por sus neuronas ya gastadas; así,
mi Señor. Y le fui diciendo despacito, ¿Se
acuerda?

Señor, ¡Por favor asístame!

Ayúdeme a ser anciano con la ternura

con ue me ayudó a ser niño, adolescente,
hombre. Se muy bien que no es fácil, como
aquello. Ahora es momento de rehacer todo
lo andado, de bajar la frente y saber pedir
perdón por tantas cobardías; aceptar con
sinceridad todo lo irreparable; dejar atrás
todo lo que con orgullo presumí llegar a ser
y no fue; tragar esa rebeldía contra el
destino que incesante aflora; sentirme
remando nostálgica y mentalmente en un
agrio mar de soledad, sin fondo y sin
orillas; irme inmovilizando poco a poco,
como un pez atrapado entre las redes, con
esa sensación oprimente de no saber a
dónde huir, comprobar con preocupación
que se van esfumando alternativas de la
vida y que una sola se agranda y va
ocultando todo el foco de la conciencia:
pasar, no más.
Pasar al otro lado y, a pesar
de todo esto, reponerse, aferrar el destino
entre las manos y aceptar con coraje el
desafío de dejar como herencia un mensaje
de vida y no de muerte.

No, no es fácil, mi Señor, no se crea...

Por eso mismo le estoy pidiendo que me

de una mano, que me ayude a aceptar la
vejez con dignidad, que en las eternas
noches de insomnio, no maldiga a nadie,
que en los días más obscuros de soledad no
invente achaques ni persecuciones, que no
me irrite cuando ya no me crean las proezas
de juventud, o se rían cuando me oigan por
enésima vez la misma historia, o se
fastidien porque tropiezan mis pies y mi
lengua, o me tiemblen la voz y las manos, o
se me nublen los ojos y la memoria; que mi
fe no se agriete, ni siquiera cuando adivine
que ya sobre mi casa está aleteando como
un fantasma ese engorroso problema:
¿Quién se hace cargo del viejo?
Que no me
amargue cuando mi nombre no esté en
ninguna lista, porque ya nadie me necesite
más. Que entonces sepa dar, a tiempo y con
discreción, un paso al lado, y tomar el otro
carril: el de la bondad, el del aliento, el del
consejo, el del humor.

Ayúdeme entonces, mi Dios, a irme

apagando callado, sin alegar méritos ni
reclamar atenciones, sin trabar el paso a
nadie. Que, si es posible, no se note siquiera
la brecha entre mi presencia y mi ausencia.

Ayúdeme entonces, mi Señor, a irme

borrando despacio, como se desdibuja una
nube transparente al viento: con la frente
alta, el corazón tranquilo y las manos
cansadas de ayudar a los que van quedando
atrás.

Presiento mi Dios, que ya voy llegando.

Presiento que ya es casi mi noche. Ya
siento en mi frente el aire frío de la gran
noche.

Con ojos desencajados de emoción,

busco impaciente en la oscuridad a alguien

que, de niño, me juraron tiene que estar por
ahí. Y yo lo creí. Alguien con unos brazos
paternales bien abiertos, ocultos tras ese
telón de tinieblas. Ya estoy por dar ese salto
al vacío, que me tuvo intranquilo una vida
entera. Pero yo se que al tocar con mis pies
esa tierra suya, se encenderán todas las
luces... y veré claro, mi Dios; veré y
descansaré por fin, mi Señor.



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